Papá



"Vení Fernando, ayúdame con el fuego", me dijo mi viejo una tarde de febrero de hace como un año. Yo me quedé desconcertado, por tradición mi papá y solo él, podía acercarse a la parrilla para hacer el asado. Uno de los primeros recuerdos que tengo de papá es de él poniendo los palitos, uno por uno, para armar el fuego, era un ritual. 


Me pare y camine despacito para dónde estaba mi viejo.


 "Dale boludo vení", me retó con su voz pesada. 


Llegue hasta la parrilla y me quedé parado, al lado suyo, mirando lo que hacía. Yo nunca había hecho un asado, ni prendido un fuego. Mi nunca me dejó acercarme al fuego o a la carne. Pero ese día decidió dejarme por primera vez. Y no solo acercarme, me quiso enseñar. 


"Arrancas por los palitos más grandes ves, así haces. En el medio ponés carbón, diario. Y después seguís armando como una casita, cada vez con palitos más chicos.", me explicó mi viejo y yo lo notaba emocionado mientras se agachaba con dificultad para buscar la leña de abajo de la parrilla. 


"El chori lo tiras cerrado, cuando ves que está ya casi listo lo abrís y le das vuelta y vuelta.", me decía mirándome a la cara, serio, como si se tratase de algo importantísimo. "El secreto con el matambre es ponerlo del lado de la grasa primero para que transpire, mucho limón, siempre mucho limón.", seguía serio mi papá mientras exprimía el limón. 


Se prendió un pucho y se sentó al lado para supervisar cómo seguía yo. Lo ví distinto, más grande, quizás no acostumbraba a verlo a los ojos, quizás estábamos creciendo. Es importante ese momento en que un legado se pasa de generación en generación. 


"Dale Fer movete que comemos a las 6 sino", me apuró. 


El vacío estaba bastante seco, pero mi papá lo agarro, lo comió todo y me dijo que había que mejorar pero muy bueno. La verdad es que estaba incomible. 

. . .

Yo me había ido a vivir solo hace poco, todavía extrañaba la calidez del hogar, la compañía y la comida de mamá. Por eso, los findes los pasaba con ellos. Unas semanas después llegué y mi viejo estaba arreglando el jardín. 


Desde chico siempre lo ví entre las hojas y las flores del cantero, con una paciencia inagotable, un silencio perfecto y una comunicación profunda con las plantas. Eso lo había aprendido de mi abuela, su mamá, que era fanática de las flores. 


Cuando me acerque a saludarlo sacó de su cinturón otra tijera, y me pidió ayuda. Me quedé al lado suyo, imitando lo que hacía, siguiendo su única indicación: "cortá las hojitas amarillas". Nos quedamos los dos en silencio bastante tiempo, mientras mi vieja cocinaba. No nos dijimos nada, papá nunca fue de hablar mucho, pero en esos momentos te decía más que con cualquier palabra. 


Me di cuenta que mamá nos miraba desde la puerta y sonreía. Mi vieja, ese día, había hecho unos ñoquis que son los favoritos de papá y míos. Estaban bárbaros, me pareció raro que papá deje más de la mitad. 


. . .

No fue hace mucho cuando fui y papá me estaba esperando con las herramientas. De todo lo que hacía mi viejo, yo nunca pero nunca me interesé tan poco por algo como por esa adicción que tenía por arreglar las cosas. 


"Que bueno que llegaste, tengo que mover algunas cosas y no podía solo, a ver si me das una mano", soltó papá que estaba con cara de cansado. 


Estaba arreglando una mesa, había que volverle a poner algunos de los tablones. Los ubicamos en los lugares faltantes, y fuimos a buscar un par de tornillos para sujetarlos.


 "La mesa se hizo mierda por la lluvia viste, tuve que tirar los tablones podridos, ahora vamos a atornillar unos nuevos. Tengo que encontrar una de las mechas que…"


Mi viejo se quedó callado, con la mirada en otro lado. 


"Papá, che, ¿Que pasa? Lo de la mecha", le dije por lo bajo. 


"Perdón, perdón, ¿de qué estábamos hablando?", me preguntó todavía con los ojos perdidos. 


Después de que elegimos las mechas y los tornillos, enchufó el taladro y lo agarró tembloroso. Con dificultad lo apoyó sobre la marca para hacer el agujero. Le dió hasta el final, y así con dos más. Después fue mi turno. Me costó pero le agarre la mano. Cuando lo ví, estaba con los ojos vidriosos. Le dejé los últimos porque me dijo que eran más complicados. Termino agotado, con la respiración agitada. 


Me acuerdo que se sentó en la silla del comedor, que la fue tanteando con la mano hasta que encontró el respaldo. Me acuerdo que se tocó el pecho y se rascó la barba. Me acuerdo. 


"Yo me voy a morir, sabes Fer", me dijo taciturno, "pero ahora estoy más tranquilo". Se paró y me dió algo así como un abrazo, a su manera, de dos segundos.

. . .

Tres semanas después de eso fui a la casa de mamá. Ella estaba llevando el duelo mejor que yo, quizás era porque sabía de la enfermedad desde hace un año, cuando lo diagnosticaron. De todos modos, todavía estaba un poco enojada con él porque no me había querido decir a tiempo. Además le costaba salir de casa, estar sola, por eso los findes me quedaba a dormir con ella. 


"Mamá está rota la pata de tu escritorio, fui a buscar algo y se cayó todo." 


La ví aparecer por la puerta arrastrando los pies. 


"Si, está así hace como dos meses, tu papá nunca la quiso arreglar", me dijo mamá.


Y lloré, por primera vez, desde que se murió mi viejo, mientras buscaba el taladro y los tornillos. 

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