Requiem
-Durante tres semanas los vi a diario y ahora
no sé qué habrá sido de ellos. Probablemente no vuelva a verlos, al menos a
ella, pienso; se da por supuesto que las conversaciones y aun las confidencias
veraniegas no deben llevar a ninguna parte-. Le expliqué al hombre que llevaba
anteojos empañados por el dolor y debido a la ignorancia del vínculo que
podrían haber tenido preferí no ahondar en detalles. Me di cuenta que habían
pasado cuarenta años y que estaba más poético y sensible que nunca. Di media
vuelta, me alejé y rengueando crucé el umbral de la puerta decorada con lirios
blancos, pensando en ella, creí recordar que en alguna ocasión me dijo que no
le gustaba el Requiem de Verdi.
Durante el único diálogo que mantuve en ese
lúgubre evento me di cuenta que había estado atrapado toda mi vida en el verano
del ´73. En aquel momento era joven y había llegado completamente solo a un
país extraño. Apenas dieciocho años y pocos meses separaban mi nacimiento del
día en que me subí al avión de KLM que partía desde Ezeiza. Quince horas
después estaba, medio dormido, en el aeropuerto de Ámsterdam. Me paré en la
puerta de la enorme estructura de vidrio y una cachetada de viento fresco me
dio la bienvenida, la niebla baja y esa humedad tan característica de las
cercanías oceánicas me recordaron un poco a las mañanas en La Boca, no era un
día veraniego. Recuerdo que tenía la espalda apoyada contra un poste de luz y la
mirada clavada en un mapa de la ciudad. Sin duda debería haber preguntado cómo
llegar al hostel porque ni siquiera lograba interpretar cual era el derecho y
el revés del mapa que me obligaba a abrir los brazos en su máxima extensión. –Carajo-
solté frustrado.
Una mano me tocó tímidamente el hombro y
del susto dejé el mapa, que bailando se fue de la mano del viento. Ella se rió,
simplemente se rió y sentí, que a mí también, el viento me había levantado de
la tierra y entonces flotaba. Luego de una serie de disculpas entrecortadas con
carcajadas se presentó: -Soy argentina como vos- (intuí que lo sabía por el
improperio de algunos segundos antes). -Me llamo París ¿y vos?-. Llevaba el
pelo negro totalmente recogido en un rodete salvo por un flequillo que le
tapaba las cejas y un vestido que parecía hecho a mano con distintas telas de
colores.
Todo lo demás, en ese verano holandés, pasó
demasiado rápido y fue aquel el día cuando mi vida empezó a cambiar. Fueron
tres semanas en las que aún sigo atrapado y ningún hecho es realmente
rescatable además de mi primer encuentro con París y, veintiún días después, el
último. Lo que paso entre medio es anecdótico, la misma tarde de mi arribo la
invite a tomar un café luego de que me acompañara hasta la puerta de mi hostel.
Dos horas de charla bastaron para saber que con ella quería tomar café por el
resto de mi vida. Y ella, que parecía encantada de engatusarme tan fácilmente,
jugaba conmigo. Le comente que venía dos
meses a estudiar; pareció apiadarse de mí y me ofreció un lugar en un
departamento que alquilaba con dos amigos de la facultad.
La primera noche lleve las valijas al cuarto
piso de un edificio en una calle con un nombre impronunciable y conocí a Berk y
Ruud. Dos hombre altos y de pelos largos rubios; debo admitir que desde el primer
día sentí celos de ellos porque compartían el departamento con mi amada. Desde
ese momento pasé todos mis días y noches con ellos. Nos juntábamos a debatir
libros, poesía: me preguntaban por mi país, por Borges, Cortázar; me enseñaron
a pintar, filosofar y fumar marihuana; se preguntaban ¿Qué somos? ¿Para qué
vivimos? mientras sonaban The Beatles.
Eran lo que cualquiera llamaría hippies.
Me llevaban a ver teatro, cine independiente y yo iba como un perro a todos
lados para ganarme a París. Estaba desesperado por ella y cada vez más inmerso
en un estado proximo a la locura que se llama amor. Una noche en medio de un
concierto de Verdi que le pareció insoportable, nos escapamos a nuestro
departamento y pasamos nuestra primera noche juntos.
Como dije: todo lo que pasó fue
intrascendente hasta la última noche que los vi. Incluso la planificación de un
asesinato. Eran las tres de la mañana y la ginebra nos acompañaba, Ruud
monologaba hace varios vasos sobre la desagradable imagen que había presenciado
esa mañana, algo sobre un déspota, privador de la libertad, oligarca, me perdí
un poco por el alcohol y otro poco porque el odio me consumía al ver los
ojos de París perdidos de una forma tan
amorosa en Ruud que despotricaba como loco en contra del sistema y de ese
hombre perverso. Nunca comprendí el porqué de tanto odio, pero al ver como ella
se derretía al escuchar las ideas de cómo buscarlo, perseguirlo y hacerlo
pagar, entendí que la única forma de ganarme su corazón era unirme al
descontento colectivo. Tomando la botella me aclaré la garganta y pronuncié
algo así como “que hombre despreciable” y luego continué, ahora filosofando,
“¿para qué estamos en el mundo?” y termine mi descabellado descargo rematando
“propongo seriamente que demos fin a la asquerosa existencia de Jan Van Berlood;
quizás ese sea nuestro verdadero propósito”. La moción fue bien vista y las
próximas dos semanas estuvimos investigando, espiando a la víctima y planeando
cuál sería la mejor forma de perpetrar el homicidio. Los chicos no parecían muy
confiados, pero yo estaba seguro de que durante este proceso producto de mi
intelecto, ella iba a enamorarse de mí; inconsciente, estaba dispuesto a todo.
Y fue así que la noche del 14 de junio entré
corriendo a la habitación, me temblaban las piernas y se me atropellaban los
pensamientos: la adrenalina se había apoderado de mí. Golpeé la puerta y cuando
estaba por contarle los encontré en un lecho de amor y conocí la traición. Ruud
alcanzó a esconderse y la maldita solo atinó a decirme “perdón”.
Me fui y en ese momento sentí vergüenza de
mi pasado, de mis últimos días con París. Imaginé todas las veces que ella se
debió haber reído de mis juramentos infinitos de amor, de mis promesas de
fidelidad eterna y de la ceguera que ella me provocaba. Me dolí, no tanto del
engaño sino de aquella primera vez que
le había descubierto la frente corriendo su flequillo hacía un costado para
besar ese lugar en que ella afirmaba que estaba el tercer ojo y luego bajar a sus
labios. Se derrumbó mi ilusión y mi admiración hacia París. Me dolí de aquella
puñalada que me sacó de la locura de amor para hundirme en la locura que ahora
me abraza y comprendo que nunca la dejé de amar.
Recuerdo que la mañana siguiente fue muy
incómoda y que todo se había vuelto aún más extraño cuando por la radio durante
el desayuno escuchamos el anuncio que ayer por la noche había muerto en un
accidente automovilístico el controvertido político, Jan Van Berlood. Estaban
conmocionados porque de alguna manera se había cumplido su sueño, mas percibí
algo de terror en sus miradas. Entonces comprendí que era el momento para irme
y sin despedirme partí. Nunca volví a saber nada de ellos pero toda mi vida
quise volverla a ver y darle fin a este tortuoso periodo.
Fue ese el momento en
que retome mis pasos, volví a cruzar el portal blanco de lirios y acercándome a
donde ella dormía el sueño eterno, le corrí el flequillo hacia un costado y
apoyando mis labios sobre su frente le dije después de cuatro décadas: “te
perdono”. Rengueando abandoné el lugar y con un dolor insoportable maldecí
haber chocado de frente, en un arrebato de locura y amor, al Volvo de Jan Van Berlood con un Peugeot robado
y después correr once cuadras hasta el departamento para contarle a París mi
osadía de aquella noche del 14 de junio de 1973.
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