Azul




Azul ya tenía el agua azul, casi por las rodillas. Se podía mirar los deditos, allá lejos, distorsionados
por el agua que iba y venía. Los movía y se reía como si nunca los hubiese hecho mover.
El agua le traía una indefinible sensación, como si no estuviese ni fría ni caliente.
Era como estar atravesando una nube que le hacía cosquillas ahora en los muslos.
O también era como cuando alguien se acerca muy lento a tu cuello y su respiración excitada
te da suave pero de lleno ahí, cerquita de la nuca. Ahora solo quedaba la cabecita afuera del agua.
Azul se quedó ahí, aprovechando para observar todo lo que la rodeaba. El viento le golpeaba en la
cara, de a ratos tan fuerte que casi no la dejaba respirar. A izquierda y derecha, desde hace millones
de años, habían dos montañas inmensas y eternas; y ella tan chica, tan nada, tan efímera,
desapareciendo. Miró al cielo. Las nubes se enganchaban de los picos nevados y la nieve y el cielo
blanco se hacían uno, imposibilitando saber dónde arrancaba uno y dónde terminaba el otro. 

Le costó decidir meter la cabeza adentro del agua, se sentía vulnerable si abandonaba
repentinamente el mundo que todos conocemos para pasar a otro, submarino, menos rígido o real.
La cabeza si le dolió cuando la metió, sintió un pinchazo en las orejas, le dió frío. 

Una vez sumergida, Azul seguía mirando hacía el cielo, como recordando cómo era que el
oxígeno entrase por las fosas nasales. Pero con aires de superada exhaló por la boca y una decena
de burbujas de distintos tamaños ascendieron hasta la superficie. Esa imagen fue la última que vió
del mundo que todos conocemos. Azul, después inhaló profundo y empezó a caminar con los pies
en el fondo suave, alfombrado por algas bordó que adornaban el camino. 

Es difícil de explicar cómo se siente vivir en el fondo del lago: las cosas se ven distintas,
pesás menos, te movés más libre y en vez de viento sentís corrientes heladas o tibias que
te acarician el cuerpo. Es una sensación lunar, de ingravidez total, espacial. Te rodea la galaxia.
Las estrellas son los peces de miles de colores que nadan por encima de su cabeza, hay naves
ballenas que de repente tapan la luz solar. Hay anillos de corales que van desde el turquesa hasta
el naranja. La vía láctea. 

Azul se dejó llevar por un remolino que la hizo dar mil vueltas y le formó una trenza impecable
sujetada por una caracola. Sin hacer ningún esfuerzo, llegó a la parte más profundo, se encontró con
el castillo del fondo del lago y se quedó maravillada por su inmensidad. 

A la puerta del palacio, hecha de la madera de algún navío hundido, la custodiaban dos peces
espada que apenas la vieron con una reverencia la dejaron pasar. Transitó hall de entrada y el
comedor con miedo, no había nadie en la sala iluminada por los colores rosas y violetas que
proyectaba la luz que pasaba a través de las algas casi transparentes. Eran los vitreauxs del castillo. 

Por un ventanal enorme vió los jardines reales, vió la flora danzando con las mareas, a los
hipocampos galopando entre los arbustos. También vió delfines nadando a toda velocidad, vio
a las sirenas más lindas de lo que nadie podría imaginar. Quiso correr hacia adelante, pero no pudo.
No se si lo han intentado, pero correr abajo del agua es casi imposible. Fue justo en ese momento
que sintió algo raro en las piernas, un cosquilleo. Cerró los ojos y al abrirlos, en vez de piernas tenía
una cola de sirena, roja escarlata, que brillaba con la luz. Estaba desnuda, nadando con sus aletas,
libre, prístina, a la par de los delfines, jineteando los caballos, entre los colores, los corales, las algas
que rozaban sus pechos, las sirenas que le sonreían, las mareas que la llevaban de un lado
para otro, el agua fría que la adormecía el cuerpo, frío. 

Azul se frenó de golpe, estaba mareada, se recostó un segundo sobre una piedra que había al
lado suyo y se quedó, instantáneamente, como dormida. 

. . . 

Cuando la encontraron, Azul tenía la cara Azul, hinchada. Estaba casi desnuda, con la ropa
destrozada, parte del cuerpo golpeado, rojo. Había muerto por hipoxia, hacía ya varios días.
Los pulmones presentaban edemas y estaban llenos de agua. Se intuye que primero sufrió de
hipotermia, lo que la llevó a perder el conocimiento y no poder mantenerse a flote. Testigos aseguran
que la vieron ingresar al agua el viernes por la madrugada, estaba sola y no había nadie más en
la playa. Otra hipótesis es que fue arrojada, desde el acantilado. 

Cuando la encontraron Azul también tenía una trenza extrañamente impecable, coronada con
una tiara de corales y caracolas. Una cola de sirena y una sonrisa en la cara maltrecha. 

Sonreía porque nadie más se podría meter entre sus piernas, ahora era una sirena.

(El relato está inspirado en una noticia del diario Clarín, que anunciaba el hallazgo del cuerpo de una mujer sin vida a orillas de un río)

Share:

0 comentarios