Teniente Hermes



  Es martes seis de Abril, son las dos de la mañana y la noche ya cayó hace rato sobre el refugio. Solo hay unos pocos despiertos. Cuatrocientas personas están encerradas ahí hace más de diez meses. Ancianos, niños y mujeres agonizan sobre los camastros sin colchones. Una vez más se fueron a dormir con hambre; hace mucho que la comida escasea. Se escucha el llanto de un niño, un niño huérfano, nadie se acerca a consolarlo. Un viejo lee un libro mientras fuma su último cigarro.

   Durante esos meses la atmosfera de ese lugar se volvió insoportable, un vaho horroroso impregna el largo dormitorio. No hay duchas, apenas unas canillas para mojarse la cabeza. Del patio trasero llega el olor a muerte; cadáveres putrefactos están apilados de una forma displicente. Mas el verdadero aroma a muerte; sangre y pólvora, venía de la frontera, donde todo el pueblo luchaba contra el ejército invasor.
   La batalla se sostiene hace casi un año, los soldados cederían en cualquier momento. El campo de guerra debía ser un desparramo de  compañeros que ahora nadie reconocería. En el refugio solo se deseaba que todo terminase lo más rápido posible. Era inhumano vivir en estas condiciones, esquivar cuerpos desperdigados en los pasillos. Tener una sola comida diaria que consistía en un mísero pedazo de pan, ver como los ancianos se debilitan cada vez más. Las mujeres perdían las esperanzas, los niños, frágiles, morían.

   El viejo Sofós, continúa con su lectura. Daba la pitada que consumía por fin al cigarrillo. Le encantaba leer, olvidaba su situación y se sumergía en un mundo de fantasía. No podía creer que después de veinte años al servicio de su pueblo, estuviera ahí, esperando.

   Esa noche fría un viento furioso golpeaba las chapas del techo. Al unísono se escuchaba el tiritar de aquellos infelices sin abrigo, el grito ahogado de un soldado herido que habían arrastrado a este paupérrimo refugio. El llanto desconsolado, no sólo provenía de los niños. Todos, abandonados a su suerte, poco a poco morían. En breve los soldados en el frente, no estarían defendiendo a nadie.

   A las tres de la mañana se escucharon tres golpes en la puerta principal. Inmediatamente al viejo y a más de uno se les agolparon los latidos. Después se escuchó “Teniente Hermes, traigo noticias urgentes”. Pasaron unos segundos y nadie habló ni se movió. Otros golpes azotaron la chapa. “Yo voy, aguarden en sus camas”, anunció el viejo.
   Salió descalzo y los pies se le pegaron al suelo. Llegó a la entrada, abrió el portón con dificultad y un frío helado le pegó en la cara. El soldado le entregó una carta y sin dirigirle la palabra se marchó rápidamente, parecía apurado. Tenía el sello del ejército, la abrió con cuidado mientras regresaba a la sala donde dormían. Solamente había dos líneas escritas, se montó sus anteojos redondeados, aun así le costó leerla:

   “Hemos sido derrotados en la frontera. Mañana llegaran los invasores. Desalojen inmediatamente”.

   Cuando llegó a la puerta del dormitorio se le cayó una lágrima que corrió la tinta. Ahora las cuatrocientas personas están de pie mirando al viejo. La pregunta no se hizo pero era obvia. Sofós levanta la vista y les dice “vayan a dormir, mañana será un día mejor”. Otra lágrima se desliza por su mejilla y acaba en el papel…

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