Mostruos en blanco y negro


La oscuridad me aterra, siempre lo hizo. Los monstruos más viles aparecen con ella, vienen de la mano, juntos, como si me quisieran asustar. Allí se ocultan las intenciones más macabras. En este momento no logro ver mis manos y al asomar la cabeza por debajo de la almohada no veo más que obscuro. Obscuros entre obscuros más fuertes, obscuros más próximos o más lejanos, obscuros que se mueven, obscuros que se acercan. Con rapidez me oculto debajo de esta fortaleza de algodón, histéricamente enredo el cuerpo y las piernas en las sábanas blancas. Respiro agitado, entrecortado; me asusto y siento como corre por todo mi cuerpo la transpiración producto del miedo más real. Han vuelto para llevarme a su guarida, la cual sospecho se encuentra muy cerca de mi cuarto por la prontitud con que vienen cuando se extingue la luz y dominan las sombras. Podría ser peor: es posible que la mismísima guarida donde ellos habitan se encuentre justo debajo de mi cama. O quizás solo tienen habilidades para teletransportarse, pero he descartado esa posibilidad: es demasiado increíble.
 Me sofoco con el poco aire que entra debajo de tanto desparramo de colchas, almohadas y sábanas, pero es preferible eso antes que caer en la boca de un ser monstruoso y pasar a ser parte de sus jugos gástricos, o que uno de mis brazos quede atascado entre el incisivo y la primera muela del carnívoro engendro. Las quimeras me aguardan expectantes a que me levante para una visita nocturna al sanitario. Decido perecer en mis aposentos; no tengo ningún motivo para moverme siquiera unos pasos de mi cama. No me atrevería a enfrentarme a esos malvados de voces histriónicas y bocas voraces. Cada vez me aferro más al cuello de mi peluche, obstruyendo su tráquea e imposibilitándole respirar. Después de unos segundos escucho un quejido: creo que asesine a la criaturita de felpa, ahora estoy solo. Siento un tirón en las sábanas y me petrifico como si así lograra hacerme invisible. Siento que mil ojos me observan y estoy desprotegido. 
El temor me hace dejar mi fortificación amurallada. Desesperado, me levanto como un resorte de la cama y, en puntas de pie, hundiéndome en el piso acolchonado de mi cuarto, me dirijo automáticamente hasta la puerta. Siento que si volteo veré a todos los seres oscuros juntos, agazapados detrás de mí, listos para fagocitarme. Con una mano temblorosa trato de empujar la puerta estática en su marco, como todas las noches. Soy tan pequeño entre tanta negrura que parece infinita. Tengo miedo. Grito y suplico por mis padres, sé que no me escucharán, que no se encuentran del otro lado. Nadie me abrirá la puerta. Sé que me quedaré encerrado con mis propios monstruos para siempre.


Ojala fuese un niño. En su cama; en su casa. Con sus padres del otro lado de la puerta cuidando sus sueños, pienso mientras espero que llegue la luz y con ella los monstruos blancos, para darme mil pastillas, clavarme mil agujas y hacerme mil preguntas. 

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