Goles tempraneros


   Sonó como el estallido de una bomba  que rompió con la monótona tranquilidad del vecindario. Eran las cuatro de la tarde y prácticamente todo el barrio estaba inmerso en una profunda siesta de verano. Desconocíamos el origen del estruendo, pero imaginamos lo peor. Lo único que sabíamos era que provenía de la calle Barracas que está justo detrás de uno de los arcos de la canchita del pueblo. Era el arco que defendía Manolo, nuestro arquero. Cómo atajaba ese chico, volaba. Desde que lo trajimos al equipo no habíamos perdido un sólo partido.


   Ese día, martes seis de marzo, si mal no recuerdo, jugábamos contra los primeros. El encuentro fue momentáneamente suspendido cuando sucedió el episodio. Terror en la cara de cada uno de nosotros.  Primero pensé que había sido una bomba, arrojada por los afganos. Las negociaciones con su país habían sido frustradas por la ignorancia de nuestros gobernantes. Esos locos no se andaban con vueltas, si los jodías te jodían. Después imaginé un escenario aún peor. Una guerra civil. Nuestra nación no andaba bien, quizá el pueblo se había levantado ante la opresión de los poderosos. En ese caso debía ir a buscar a mi familia, ir a algún lugar seguro; mas no tenía idea dónde estaba. Para colmo ese partido era vital para pasarlos y ganar el campeonato después de quince años. Su equipo era bueno, pero ese día andaban con bajas. Faltaba Carlos, un delantero que jugaba fenomenal, aunque para mi gusto un poco morfón. Su arquero tampoco había ido. Era nuestra oportunidad.


  Timo sabía mucho de futbol, era un tipo muy capaz y además jugaba bárbaro. Una vez, en uno de esos asados que hacíamos y en los que siempre salía perdiendo alguien con la guita, el Timo nos reprendió: “muchachos, entramos dormidos a los partidos, no nos tienen que meter goles tempraneros, después no los podemos levantar y cagamo”. ¡Qué estupidez!, con nuestro equipo dábamos vuelta cualquier partido. En especial por la delantera: el Chapulín y Tomi eran una máquina de quemar redes. 


   Pero ese día entramos una vez más con la cabeza en otra cosa, vaya uno a saber si era por la bailanta de la noche o por los nubarrones que sacaban las ganas de jugar. Pero a los cinco minutos estábamos uno a cero abajo en el marcador y Timo ya nos andaba gritando a todos, “¡corran, metan, dale dale!”, ese partido no había que dejarlo pasar. Qué trabado estaba el encuentro, cien situaciones malgastadas, tiros libres desatinados. Nos quedaban diecisiete minutos, me acuerdo patente. En eso la  pelota se fue por atrás de nuestro arco con un despeje mío con el que mandé a volar a la bocha para cortar el contraataque rival. Rapidísimo salimos todos atrás de ella, no había tiempo que perder. La buscamos como locos detrás de los tres postes, entre unos pastos altos, pero no había caso. Timo no paraba de gritarnos, “¡dale, busquen, metan!”; el tiempo corría  y el guacho del árbitro no iba a agregar nada. En ese momento fue cuando escuchamos la explosión y nos quedamos inmóviles. El juez había parado el partido con un pitazo extenso y buscaba a su alrededor una explicación a tal sonido sin respuesta alguna. Cada vez estábamos más nerviosos, entre la incertidumbre, el miedo por el estruendo y la desesperación por dar vuelta el resultado. Muchos se habían echado al suelo polvoriento como si estuviesen en situación de guerra; yo me escondí detrás de un pequeño arbusto. Al único a quien parecía haberle pasado inadvertido el peligro era a Timo. Andaba como loco por la mitad de la cancha, implorando por continuar el juego y profiriendo improperios contra todos para que volviéramos al ruedo. Mientras que nosotros estábamos aterrorizados, él se puso a buscar el balón detrás del arco, entre los pastizales que le llegaban a la cintura; cuando se asomó para probar suerte en la Calle Barracas escuchamos un grito ahogado seguido de una puteada que provenía de su ubicación. Ahora el foco estaba situado en Timo. Pensé que quizá había encontrado a la primera víctima del ataque terrorista o visto a las tropas revolucionarias avanzar por el horizonte. Seguido de todo mi equipo y de los rivales corrimos hacia Barracas. Entonces supimos el porqué del grito de nuestro amigo. Allí pegada al asfalto, como un sticker, estaba la única pelota que teníamos, destrozada por un automóvil. Ahora el paralizado era Timo, con su cara desfigurada por el terror. 


   Esa tarde no sufrimos ningún ataque exterior ni hubo un levantamiento popular, pero se nos pinchó la pelota y nuestras ilusiones de salir campeones. El árbitro, en nuestro mejor momento, suspendió el partido por la carencia de la caprichosa. Y por un gol tempranero perdimos la final. Esa fue la última vez que peleamos un campeonato. 

    Él tenía razón, los goles tempraneros se pagan caro.


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