Cuando el corazón manda
Mi vida no siempre fue tan lujosa como lo es
ahora. Es cierto, gracias a mi éxito reciente en las canchas pertenezco de
nuevo a la case social más alta del país. Los titulares de ayer rezan: “John
Gaugin, el nuevo crack del futbol inglés”, un recuerdo oscuro me golpea la
cabeza y me dan arcadas mis propios pensamientos. Tengo que ir a una entrevista
con mi representante pero estoy paralizado por mis recuerdos, yazco recostado
sobre mi banqueta con los ojos clavados en la mesada de mármol donde se
encuentra el diario. No es la primera vez que estoy en una cocina tan grande,
sentado sobre una silla que vale más que el auto de cualquiera de ustedes. Ni
es la primera vez que estoy atrapado en un traje de diseñador y mocasines
incómodos. Peinado a la cachetada y perfumado, obligado a mantener el look correcto para una estúpida
entrevista con el único propósito de fichar para el Chelsea y conseguir un
mejor contrato. Me acuerdo de mi padre, me muerdo el labio y mi cabeza hace un flashback.
-¡John!- gritaba mi padre. -¿A dónde te
escapas a estas horas?-. Ignorándolo salía por la puerta para ir a jugar al
fútbol. La situación se repetía siempre que quería ir a patear una pelota. El
problema era que la cancha quedaba en el barrio pobre de Londres y a mi padre
(que se creía un gentleman inglés,
debido a su sorpresiva e inmerecida riqueza) le parecía inconcebible que me
juntara con esos “pobres”, mientras él se codeaba con los hombres más ricos del
territorio. Mi madre, Yoanna Gaugin, también estaba impactada por nuestros
primeros millones. Convengamos que ella no era más que una inmigrante francesa
que se había escapado del hambre y se tomó muy fuerte del brazo de uno de sus
clientes más adinerados. Allá, en París, le pagaban uno pocos francos por trabajar
en un cabaret, y mi padre, mujeriego,
en uno de sus “viajes de negocios” se trajo consigo aquella mujer alta, flaca,
de rasgos fuertes y que apenas sabía hablar inglés, comer con modales, caminar
como una dama o cualquier otra cosa relacionada con la sociedad inglesa; lo único
que compartía con el típico gentleman
inglés era tomar hasta quedar sentada. Es más, creo que lo único que supo hacer
durante toda su vida fue beber, fumar, maquillarse y contar plata.
Esta es
la imagen que tengo de mi familia: mi madre recostada sobre un sillón, un vaso
de whisky en la mano, la mente ida y una boca marcada por el rouge perfecto,
rojo, dibujándole una boca enorme por la que profesaba sin parar improperios en francés hacía mi padre. Él,
impertérrito, se le quedaba mirando hasta que ella terminaba su sermón
inentendible, y con un porte tan falso como los pelos de su cabeza y la nariz o
las tetas de su esposa, le contestaba que la única razón por la que ella podría
estar tomando una bebida tan añeja era porque él la había salvado. -De otro
modo estarías en la calle- le decía como escupiéndola con las palabras y
remataba con un “si ni siquiera sabes bailar”. Todos mis demás recuerdos son
confusos y borrosos. Las escapadas a patear una pelota, las palizas de mi padre,
los pelos largos, las palizas de mi padre, escuchar rock and roll, las palizas de mi padre.
-¡John!- grita mi representante. -El auto está
esperando- dice y lo sigo por el umbral de la puerta con el diario bajo el
brazo. Estacionado en la vereda, un Rolls Royce aguarda a que lo abordemos. Me
dan nauseas. Entonces lo miro y tiene la única sonrisa que es real en un
hombre, la sonrisa previa a sentir el olor a billetes nuevos. En estos diez
pasos que doy hasta el auto la cabeza me da vueltas y cuando abro…
La primera vez que me subí a un Rolls Royce
era tarde, un niño y no quería saber nada al respecto. Mi padre me negó la
entrada con los botines y eso empeora mi recuerdo. Resignado me los quité y me
senté sobre el asiento de cuero. -¿Y les gusta?- nos interrogó con aire
facineroso. Nadie respondió. Íbamos a un evento “de mucha clase y con los
hombres más importantes de Londres”. Yo estaba peinado raya al medio y bañado
en agua colonia. Luego de que mi madre me corriera por toda la casa amenazando
con partirme la cabeza con una baguette
(o eso es lo que entendí yo), me obligó a mantener el look que correspondía a esa clase de eventos. Todo el trayecto mi
padre vociferó sobre las desgracias de la juventud actual que “se la pasan
jugando a ese deporte de maricones, donde solo se dedican a patear una pelota”
cuando en realidad “lo importante en esta vida pasa por la plata”. Mi madre
asentía y su collar de perlas Tiffany se movía junto con su cabeza. “Por lo
menos podrías jugar un deporte de caballeros, como el rugby”, “van a conocer a gente de mucha plata”, “espero que les
guste la comida gourmet”. El rock de
mi walkman silenció todo.
De repente alzo la cabeza y al verme en el
vidrio veo reflejado a mi padre. Alto, prolijo, aburrido, de pelo corto. En mi
mente hay un tsunami de recuerdos. Pasa
un minuto hasta que paramos en un semáforo, levanto la traba de la puerta y con
el diario bajo el brazo salgo corriendo por la avenida esquivando autos de
lujo. Estamos en la zona más rica de Londres. Hace mucho tiempo ya había estado
ahí.
Aquella vez golpeé la puerta del Rolls Royce y
salí de ese infierno. Estaba en una avenida y lo primero que hice fue
desenprolijarme la raya al medio y después correr. Corrí sin parar hacía el
lugar donde estaba mi objeto más preciado, mi pelota. Era chico y apenas
recordaba el camino a casa. Cuando llegué sonaba Queen, pensé que si mi padre
estuviese escuchando diría que es música de maricones.
Ahora estoy corriendo por la calle Chelsea y a
lo lejos diviso un taxi. Lo freno de un chiflido y entro. Asientos de pana.
Miro la tapa del diario, acto seguido la rompo y me encapucho hasta los
ojos. El destino es mi casa, no tengo
otro lugar para ir. Allí está mi objeto más preciado. Perdido me bajo del auto,
camino hasta la entrada mientras me cuelgo los auriculares. Me río. Me acerco
al cuarto, tomo la pelota y me acuesto a esperar que me crezca el pelo,
mientras escucho Queen.
Aquel lejano día, al tomar la pelota, salí de
casa porque ya no pertenecía a ese lugar, había tomado lo único que me
importaba en la vida. Me escapé con la scooter Vespa de colección hacia el
potrero y nunca más volví a mi casa. Tenía doce, lo recuerdo como si hubiese
sido ayer. Estuve en el potrero mucho tiempo y fui feliz. Ahora estoy desecho
en mi cama y deseo nunca haber aceptado jugar al futbol a cambio de algo que
deforma tanto la idea del juego, la idea del hombre.
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